Cualquier parecido a la realidad es pura coincidencia

| lunes, 10 de octubre de 2011

Un post off-topic semi autobiográfico. Permítanme esta licencia solo por esta vez. (Estoy mintiendo)


Empecé a ir al casino cuando cumplí 18. Mentiría si dijera que fui el día de mi cumpleaños pues qué triste hubiera sido y, por más que hubiera querido, no contaba aún con el tan dichoso documento de identidad y tampoco planeaba pasar el día de mi onomástico en una cola interminable en las, tan eficaces, oficinas de la Reniec. Digamos que fui una semana después. Fui sin DNI porque, en mi capricho adolescente y ludopatía contenida hasta ese momento, encontré la forma de ingresar a un casino de cuarta a una cuadra de la oficina de la Reniec de Javier Prado con el glorioso recibo blanco que, entre otras cosas, prueba que tu DNI está en trámite.

Dicen que la primera vez que vas a un casino siempre ganas. Yo no fui la excepción. Ese día glorioso para mí, donde se volvieron realidad varias fantasías que me vi obligada a oprimir hasta mi cumpleaños número dieciocho, gané 20 soles. Y para mí, que en ese entonces, disfrutaba de la vida con 10, pues tener 20 soles de más era motivo de éxtasis descomunal. No me acuerdo exactamente qué hice con esa plata, pero seguramente la gasté en algo que termina en agrandar mis papas y bebida.


He tenido épocas de asistir casi religiosamente. También, épocas en las que casi olvidé el peculiar sonido ensordecedor de las maquinitas y el sentimiento de satisfacción cuando ves caer las fichas una por una. Eventualmente, retornaba. Como la ludópata en potencia que era, la sola idea de pensar que en un par de monedas estaba la posibilidad del mítico jackpot no me dejaba dormir.

Uno escucha tantas historias trágicas acerca del casino que o quedas traumado y nunca lo pisas o confías ilusamente en tu autocontrol. Cuando sucede que te encuentras yendo un par de veces por semana piensas que jamás llegarás al punto de gastar la mensualidad del colegio de tus hijos o perder tus propiedades. Resulta que al final del día terminas con una tarjeta de crédito sobregirada, una de débito que lo único que tiene es la banda magnética desgastada y una billetera donde solo encuentras la foto de tu mamá que te recuerda que debes llamarla, pues alguien tiene que pagarte el taxi de regreso a casa.

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